"La verdad sobre todo" o el filósofo que no pudo dejar de serlo


El filósofo, a su pesar, Matthew Stewart.
El origen de la filosofía, tal como se cuenta en las historias tradicionales, nunca tuvo lugar. Los filósofos griegos no inventaron la conciencia racional, ni el pensamiento occidental ni nada semejante. Antes bien, se desviaron de un respeto hacia la razón, por lo demás saludable, propio de la cultura griega, para perpetuar una tradición mística anterior. Su objetivo primordial consistía en establecer un modo de vida idiosincrásico y sectario. El relato de las fronteras es asimismo un mito: en lo que atañe al contenido de la filosofía, no existe división significativa entre Oriente y Occidente. Los primeros filósofos modernos no sentaron las bases de la ciencia moderna mediante nuevos conceptos, tal como suele contarse, sino que resucitaron viejos conceptos, preservando de este modo los prejuicios teológicos que decían rechazar. Si puede hablarse de una revolución en Kant, ésta consistió en hallar un modo de proseguir la especulación metafísica en el contexto académico y profesional. El proyecto de la “superación” de la metafísica, formulado por Martin Heidegger y sucesores como Jacques Derrida, no es sino otra forma de misticismo. La moderna filosofía analítica, que se pretende tan novedosa, seria y realista, se halla también fatalmente empantanada en las paradojas del pasado. En suma, espero bosquejar las líneas maestras de una alternativa a la tradicional historia de la filosofía. Y en mi propuesta no tiene cabida la idea de progresión.

A mi juicio, los relatos que conforman la historia tradicional de la filosofía son en realidad mitos, y su suma constituye una mitología. Como toda mitología, se trata de un abigarrado revoltijo de cuentos, narrados de múltiples formas, acerca de grandes héroes y villanos en un pasado imaginario, que confiere sentido al presente estado de cosas. Ahora bien, como cualquier mitología, legitima prácticas irracionales, como la filosofía profesional, y sostiene la fe en entidades sobrenaturales, como la racionalidad histórica. De todo ello nace mi deseo de exclamar con Voltaire: écrasez l’infâm

[Matthew Stewart, La verdad sobre todo. Colección “Punto de lectura”, Grupo Santillana de Ediciones, Madrid, 2002.]

Este texto forma parte de la introducción de un curioso y divertido libro, La verdad sobre todo, supuestamente de divulgación filosófica, en realidad un alegato humorístico contra la filosofía, contra toda la filosofía concebida como programa profesional de investigación intelectual. El autor –filósofo él mismo, mal que le pese- mantiene la tesis de la absoluta y perfecta inutilidad y vacuidad de la filosofía en cuanto actividad cognitiva y disciplina científica. Matthew Stewart arremete contra la filosofía considerada en su dimensión profesional y académica. El autor trata de apoyar ambas tesis (la de la vacuidad de la labor filosófica y la de la ínsita perversidad de su profesionalización) a través de un argumentario que es en realidad una muy irreverente historia de la filosofía y un repaso despiadado de la figura y obra de los principales filósofos, en un recorrido que abarca desde los presocráticos hasta los deconstruccionistas y los filósofos de la mente.

La introducción del libro es la puesta, negro sobre blanco, de las intenciones y creencias del autor. En estas primeras palabras, Stewart trata de desplegar sus encantos argumentativos que incluyen ciertos guiños y el tanteo de algunas complicidades por parte del lector. En este texto, en concreto, aborda la cuestión de la historia de la filosofía tal y como se ha planteado desde una supuesta tradicional posición academicista y canónica. Según Stewart, la visión canónica de la historia de la filosofía presenta dos características reseñables: su naturaleza lineal-progresiva y su función de partera de la razón histórica.

A tenor de lo dicho más arriba, la postura del autor es extremadamente crítica con esta supuesta visión canónica de la historia de la filosofía: Stewart niega el carácter lineal de la labor filósofica a lo largo de la historia, niega la propia noción de “progreso” y niega, igualmente, la filiación histórica de la razón e incluso el mismo concepto de “razón histórica”. En otras partes de la introducción, que sustentan el arsenal argumentativo del texto seleccionado, el autor reniega de la existencia de diferentes tipos de racionalidades (“la racionalidad es una”, viene a decir) y de que tal diferencia pueda adscribirse a determinadas referencias geográficas (“no hay una diferencia esencial en la racionalidad entre Occidente y Oriente”). Además, y como tesis que merece reseñarse, aunque no figure explícitamente en el texto presentado, Stewart se asienta en la convicción de que la filosofía es una tarea epistemológicamente vacía, esto es, un artificio que pretende sacar algo de donde no hay nada, (él emplea el símil del conejo sacado de la chistera). Por todo lo cual, no es difícil colegir que la postura evidenciada en el texto es el rechazo tanto de la visión lineal-progresiva de la historia de la filosofía como de la emergencia de la razón desde el proceso histórico, tesis ambas que –afirma polémicamente Stewart- han sido mantenidas por la visión “tradicional” (se entiende que la visión canónica y académica) emanada de la disciplina filosófica.

Desde una perspectiva dialéctica nuestro contrafilósofo juega sus cartas con habilidad pero con cierta falta de decoro. Pues la presentación que su alegato hace de su oponente (la supuesta corriente canónico-tradicional) es, cuando menos, de una simplificación extrema. Nuestro autor mete en el mismo saco a “las numerosas versiones de la historia de la filosofía hoy disponibles” y, pese a esta proclamada multiformidad, las caracteriza por medio de tres rasgos estremadamente sencillos: una descripción de los orígenes, un relato acerca de las fronteras geográficas y una secuencia lineal de actos fundacionales “perpetrados” (es de suponer) por genios individuales como Kant o Descartes.

Es cierto que esta sobresimplificación forma parte de una “preparación del terreno” (no se olvide que el texto forma parte de la introducción, y que el resto de la obra se dedica a revisar ácidamente la vida, obras y pensamiento de los más significados filósofos). Sin embargo, la introducción opera en este caso no tanto como resumen anticipado del contenido mayor del libro, sino como explicitación de las tesis de partida –como “axiomática”, diríamos- de modo que las aserciones de nuestro texto no van a tener después una demostración o una justificación, sino más bien una serie de ejemplificaciones empíricas (que dan justamente por buenas las tesis introductorias). La inroducción establece las reglas del juego, y el resto de la obra consiste en desarrollos de ese juego de acuerdo con las reglas estipuladas.

 La burda caracterización de las historias de la filosofía que Stewart quiere retratar no parece sostenerse. Al menos no resulta fácil hacer encajar en este perfil interpretaciones del acontecer filosófico como la de Heidegger (“la metafísica ha olvidado tradicionalmente la pregunta por el ser”), la del marxismo (“la filosofía es una superestructura ideológica que emana de las relaciones históricas entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción”) o la de algunas tendencias postmodernistas y deconstruccionistas (“la cristianización de la metafísica platónica está en la base de la violencia estructural y conceptual que hoy por hoy padece nuestro mundo”).

Estrechamente vinculado con lo dicho más arriba, cabe señalar que esta presentación sobresimplificada del oponente argumental encuentra refuerzo en la utilización de ciertas aserciones y descripciones introducidas de matute y francamente opinables. Por ejemplo, al identificar la filosofía como “mitología”, realiza la siguiente afirmación:

Ahora bien, como cualquier mitología, legitima prácticas irracionales, como la filosofía profesional, y sostiene la fe en entidades sobrenaturales, como la racionalidad histórica.

Cabría ver si cualquier (es decir, toda) mitología legitima prácticas irracionales (pues puede exitir un fuerte nexo de racionalidad entre las creencias tomadas como premisas y las prácticas tomadas como conclusión, a modo de “proto-racionalidad instrumental”, que diría la Escuela de Francfort) y si la racionalidad histórica puede, sin más catalogarse como “entidad sobrenatural” (ya que es constatable un proceso histórico–tal vez no lineal, pero si zigzagueantemente acumulativo- en relación con la reflexión sobre la propia razón, aunque no podamos atribuir dicho proceso a la labor filosófica, o sólo a la labor filosófica).

Sin embargo, es reseñable que, en estrecha conexión con la caracterización esperpéntica con que Stewart dota a las posiciones de sus oponentes argumentales, nuestro contrafilósofo perpetra una falacia, una “falsa disyunción excluyente” pues, tal y como él nos presenta las posibilidades alternativas de interpretación de la historia de la filosofía, éstas se reducen a dos: la suya propia y la pléyade de narraciones míticas estructuradas en torno al eje “orígenes-límites geográficos-hitos fundacionales”. Esta falsa disyunción excluyente a que el texto somete a su oponente argumental forma parte del trabajo de escenificación, de la disposición del escenario discursivo que obra como telón de fondo intencional, como reservorio de presuposiciones y como punto de apoyo sancionador de la línea inferencial que el autor maneja con tanta pericia. La presentación del punto de vista del oponente en el primer párrafo del texto recuerda en gran medida la aparición del personaje malo en un teatro de guiñol, con sus rasgos más desfavorables resaltados casi hasta lo grotesco.

La puesta en escena de la falsa disyunción excluyente se acompaña de una utilización no inocente del término “relato” para designar las interpretaciones “canónicas” de la historia de la filosofía. “Relato” es un sustantivo que emerge continuamente desde la masa argumental del texto y remite continuamente al lector a la idea subyacente de “narración imaginativa”: a fin de cuentas, no es tan grande la diferencia entre relato y cuento. Stewart busca que el auditorio identifique inconscientemente las interpretaciones de la historia de la filosofía con relatos que narran episodios (fundacionales, eso sí), y después de inducir al lector en esta dirección, termina haciendo explícita esta pretensión: “lo común a todos estos relatos sobre la historia de la filosofía es la convicción de que existe una cierta progresión, una secuencia lógica de acontecimientos que conduce desde el pasado hasta el presente de la filosofía”.

El texto parece denunciar el carácter metafísico de todos estos relatos, así como la secuencia teleológica con la que los caracteriza. Ambas –metafísica y teleología- son, en opinión del autor, condiciones trascendentales de toda historia canónica de la filosofía, afirmación que, cuando menos, merecería ser discutida. Sin embargo, el texto la da por sentada: se trata de una presunción que pretende convertirse en una presuposición integrable en el entramado de supuestos apriorísticos que el argumentario de Stewart oculta, para así evitar la carga de la prueba.

Sin embargo, lo más reseñable, en mi opinión, es que a base de denunciar la naturaleza relatada de las lecturas canónicas de la historia de la filosofía, lo que nuestro contrafilósofo hace es contruir él mismo un metarrelato, una narración de transcurso lineal en el que tampoco faltan los orígenes

Lo que el texto nos ofrece, entre las bambalinas de su puesta en escena, es un contrarrelato de la historia de la filosofía, pero relato al fin y al cabo, que obra como supuesto oculto e informante de todo su despliegue retórico. Y la contraposición de este contrarrelato con la versión que el autor promete (“así pues, me ha parecido necesario elaborar una versión novedosa y diferente de la historia de la filosofía”) es lo que, en realidad, constituye el metarrelato de Matthew Stewart.

En definitiva, el texto despliega un explícito arsenal argumentativo no sin antes –o simultáneamente- crear un entramado de fondo compuesto por interpretaciones sesgadas, compromisos interpretativos e itinerarios inferenciales implícitos que parecen dotar a sus presupuestos epistémicos de una racionalidad y buen sentido incontestables. Al caracterizar de forma un tanto esperpéntica a sus oponentes discursivos –falacia del “muñeco de paja”-, al establecer una falsa disyunción excluyente entre dos posturas aparentemente incompatibles y exhaustivas y al erigirse él mismo en portavoz –o pionero- de una nueva interpretación de la labor filosófica, Matthew Stewart se presenta ante un público lector al que previamente ha querido configurar cognitivamente en un escenario que él mismo ha construido con un armazón muy servicial y sin otro objeto que predisponer a la aceptación de las afirmaciones que, a lo largo del resto del libro, va a desarrollar en relación con la vida y obra de los distintos filósofos a los que va a prestar atención. En mi opinión, toda la introducción de La verdad sobre todo –y en particular el texto que he seleccionado- obra como proscenio autojustificativo de los contenidos que van a ir surgiendo en todo el libro.

Y sin embargo, es filosofía. O al menos, es una posible filosofía. En palabras de Mario Bunge:

La crisis de la filosofía es tan grave que ha llegado a hablarse de su muerte. Hay incluso toda una industria de la muerte de la filosofía. Esta empresa me parece tonta y deshonesta, pues no se puede prescindir de la filosofía: sólo se puede prescindir de la mala filosofía. Y nadie tiene derecho a cobrar un salario por proclamar la muerte de su propia disciplina. De modo que si la filosofía está en ruinas, hay que poner cerebros a la obra y reconstruirla.

[Mario Bunge, Ser, Saber, Hacer. Biblioteca Iberoamericana de Ensayo. Editorial Paidós, Méjico, 2002, pp. 13-14].

El texto es un texto de filosofía. Incluso podría decirse que es un ejemplar típico de una cierta forma de concebir la filosofía, que podría beber de las fuentes del escepticismo antiguo, de las pretensiones ilustradas y de la iconoclastia nietzscheana, hasta llegar a compartir espacio crítico con ciertas tendencias del postmodernismo y espacio comercial con las ofertas actuales de divulgación filosófica. Algo de todo esto se encuentra presente, en mi opinión, en el texto –y en la obra en general de la que forma parte.

El texto recoge algunas de las características habituales en textos filosóficos: desarrolla análisis conceptuales de segundo orden, por ejemplo (esto es, no habla de cosas, sino de las reflexiones de otros sobre cosas) y echa mano de argumentos fundacionales (pues pretende establecer nuevas verdades y construir de nuevo allí donde antes destruyó por completo). También introduce de soslayo una posible argumentación trascendental, al caracterizar a las narraciones tradicionales sobre la historia de la filosofía como “místicas” y “sectarias”: esta caracterización no surge de una generalización empírica, a tenor de lo que afirma el texto, sino que se remonta a los orígenes mismos de la filosofía (orígenes que, como se ha comentado, Stewart no niega, sino que reinterpreta en su metarrelato), lo que la iguala a condición de posibilidad, de ahí que tal vez podamos hablar de caracterización trascendental y no meramente de generalización empírica.

A mi parecer, lo que identifica este texto con la marca de agua de “filosófico” es el hecho de sostener, en el fondo, una tesis de carácter filosófico que trata de demostrar por oposición a otra tesis de carácter filosófico. La tesis de fondo viene a querer decir lo siguiente:

La razón (la racionalidad) es una y no depende de avatares históricos ni geográficos, la idea de progreso en materia de razón es una entelequia, toda la historia de la filosofía se reduce a la comisión, más o menos sofisticada, de un delito de incursión en el misticismo y el sectarismo y no puede hablarse de una secuencia lógica de acontecimientos en el desarrollo filosófico donde no ha habido más que una continua vuelta al pasado, lo que destruye toda la épica narrativa de los actos fundacionales de la racionalidad.

No se trata sólo de una reflexión histórica, sino de una reflexión filosófica, por cuanto su aserción implica tácitamente una idea propia de razón (en su caso, cabe suponer que se trata de la razón científico-tecnológica, a tenor de lo que figura en otras partes del libro) que obra como “paradigma” (en cierto sentido, kuhniano) interpretativo del desenvolvimiento del quehacer filosófico.

No cabe aplicar a Matthew Stewart el reproche que Mario Bunge dirige a ciertos filósofos profesionales, el de vivir a costa de proclamar la muerte de su disciplina, por cuanto el propio Stewart confiesa, al final del libro, que él ha dejado de ejercer profesionalmente como filósofo. Lo que quizás podamos reprochar al autor de La verdad sobre todo es haber simplificado en extremo el desarrollo histórico de la filosofía y, sobre todo, el negar a la praxis filosófica cualquier aportación epistémica y normativa al enrevesado itinerario intelectual y ético de los seres humanos por culpa de una percepción tal vez demasiado reductiva de la razón y la racionalidad.
Manuel Corroza

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