Una aproximación incompleta al manifiesto de Jaron Lanier contra el rebaño digital (1)

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Jaron Lanier es un prestigioso ingeniero informático -computer scientist en su entrada de la Wikipedia- que ha contribuido al desarrollo de las técnicas de realidad virtual (término que él ayudó a popularizar). Es también uno de los impulsores del consorcio de redes computacionales Internet2, una organización que pretende facilitar las labores educativas e investigadoras de la comunidad científica a través de servicios que satisfagan los exigencias de banda ancha que tales labores precisan. Se trata, por tanto, de un profesional particularmente capacitado para formular evaluaciones críticas sobre internet y sobre el tipo de relaciones humanas que la red de redes ayuda a configurar. Aunque quizás sea más conocido por ser el autor de un célebre panfleto titulado 'Digital Maoism: The Hazards of the New Online Collectivism'  (Maoísmo digital: los peligros del nuevo colectivismo online").

Lanier desarrolla las ideas contenidas en ese panfleto en un libro titulado 'You Are Not a Gadget: A Manifesto' (2010), que en España se ha traducido como "Contra el rebaño digital: un manifiesto".  La idea central, la que compila todas las preocupaciones que Lanier pone sobre el tapete en este texto, podría resumirse, en palabras del propio autor, de esta manera:

Nosotros desarrollamos extensiones de tu existencia como ojos y oídos a distancia (webcams y teléfonos móviles) y una memoria ampliada (el mundo de datos que se pueden consultar en la red). Estos elementos se convierten en las estructuras mediante las que te conectas con el mundo y con otras personas. Esas estructuras, a su vez, pueden cambiar tu concepción de ti mismo y del mundo. Jugueteamos con tu filosofía manipulando tu experiencia cognitiva directamente, no de forma indirecta a través de la discusión. Basta con un pequeño grupo de ingenieros para crear una tecnología que moldee el futuro de la experiencia humana a velocidad increíble. Por lo tanto, antes de que se diseñen esas manipulaciones directas, desarrolladores y usuarios deberían mantener una discusión crucial acerca de cómo construir una relación humana con la tecnología. Este libro trata de esas discusiones.

En efecto, Lanier centra sus preocupaciones en lo que él atisba como el problema central de internet en sus actuales configuración y utilización: a saber, la arquitectura funcional de la red está deformando el potencial comunicativo entre las personas, y conforma las relaciones humanas, cada vez más, según patrones de fragmentación, estandarización forzosa y dilución de la personalidad individual. Lanier se centra en varias cuestiones de programación de software, en principio bastante técnicas, pero tiene la habilidad de extrapolar su significado hasta hacer de ellas objeto de reflexión filosófica. Ocurre por ejemplo con la noción de "anclaje" o lock in. El anclaje viene a ser la limitación que impone el diseño de un programa matriz - pongamos por caso, un sistema operativo- en el desarrollo de otros programas o aplicaciones que dependen de él.

Lanier ve en los fenómenos de anclaje un repertorio de oportunidades perdidas, algo así como una restricción en los grados de libertad de opciones futuras por culpa de condicionamientos previos. Un ejemplo es el diseño del programa MIDI, el software estándar de representación de las notas musicales; aunque este diseño tuvo lugar de una forma casi anecdótica, su estandarización ha restringido gravemente el desarrollo de ulteriores programaciones musicales.

Otro de los demonios que nuestro autor trata de conjurar es la compilación de creencias y prácticas en torno a la idea medular de "noosfera", "de inteligencia en la nube" o, en otras palabras, lo que él llama "la fantasía de la Singularidad". Leamos:

En la Singularidad y la noosfera, la idea de que una conciencia colectiva surge de entre todos los usuarios de la red, resuenan el determinismo social del marxismo y el cálculo de las perversiones deFreud.

Y más adelante,

(...) la Singularidad requiere que las personas mueran en su encarnación física, sean subidas a un ordenador y permanezcan conscientes, o simplemente que las personas sean aniquiladas en un instante imperceptible antes de que una nueva superconciencia tome la tierra.

Al parecer, la fantástica idea de la Singularidad goza de una gran popularidad entre la élite de programadores informáticos de Silicon Valley, un colectivo al que Lanier no duda en calificar como "totalitaristas cibernéticos".

Lanier reivindica la irreductibilidad de la experiencia humana como lo único que da sentido a la enorme cantidad de información almacenada en el ciberespacio. Se niega, a diferencia de muchos de sus colegas, a sustancializar la noción de "información". Ésta no tiene sentido ni existencia por sí misma, salvo en tanto es experimentada e interpretada por los seres humanos. Sin embargo, el error de creer que se trata de una criatura viva e incluso intencional está en la base de las creencias implícitas de la tribu de los totalitarios cibernéticos.

Nuestro autor defiende también un concepto de conciencia irreductiblemente humano, depositaria de un misterio que desafía todas las pretensiones de los cibertotalitarios de simularla o recrearla a través de elaborados softwares en ordenadores superpotentes. A veces, Lanier parece caer en un espiritualismo algo nostálgico en su reivindicación de la individualidad personal frente al panorama desolador que le sirve de fondo argumental. Sin embargo, Lanier es cualquier cosa menos un neoludita; lo que ocurre es que conoce bien la tribu de la que él mismo procede y tiende a expresar de una forma algo dramática su propio estado de saturación.

Después de transitar por amargas reflexiones en torno a la deconstrucción de la idea de amistad que las redes sociales -en especial Facebook-  están operando, Lanier utiliza a figura del troll para introducir otra de sus grandes preocupaciones:  la ideología de masas en internet, la llamada "sabiduría colectiva", la multitud, en definitiva. Y aquí uno encuentra resonancias con las reflexiones de Elías Canetti en su obra más conocida, "Masa y poder". Lanier pone algunos ejemplos escabrosos sobre el sadismo de las cibermasas en casos concretos. La palabra lulz, por ejemplo, alude a la satisfacción de ver sufrir a los demás en la nube.

Y en este itinerario de inquietudes, el texto enlaza causalmente de forma convincente la figura del troll con otro producto del diseño informático que el autor encuentra inquietante: el llamado "anonimato superficial". Quizás el texto se libra, en este aspecto, a ciertas exageraciones, cuando ve en la potenciación digital del anonimato la simiente de un futuro fascismo-en-la-red, pero las reflexiones que acompañan esta afirmación merecen una consideración atenta.

Igual que resulta llamativa otra característica de la red que Lanier no quiere pasar por alto: la que él llama "ideología de la violación", impulsada y fomentada desde los foros académicos más respetables. Por "violación", el autor se refiere a la intromisión violenta -en sentido literal- en el espacio de privacidad digital de los usuarios tipo de la red. Menciona un caso llamativo: el de la presentación pública, por parte de investigadores de las universidades de Massachusetts y de Washington, de una tecnología capaz de hackear,  a través de la telefonía móvil, un marcapasos y detenerlo por control remoto con el fin de matar a una persona. Los promotores de esta investigación no abrigaban intenciones homicidas ni dañinas, más allá de un previsible reforzamiento de su ciberego. De hecho, adujeron como justificación la necesidad de hacer pública esta tecnología para advertir al público de su potencial dañino y articular medidas de prevención. En el fondo, se trata de la necesidad de crear un problema donde no lo había para ofrecer una solución que hasta el momento era innecesaria. Éticamente discutible, sin duda.

Como el propio Lanier dice,

Dada la oportunidad ilimitada de hacer daño, nadie podría obrar de acuerdo con la información proporcionada amablemente por los investigadores, de modo que todas las personas que llevan marcapasos correrían siempre un peligro mayor que el que habrían corrido  si no existiera esa información. No se habría producido ninguna mejora, sólo daño.

Y, en definitiva,

Otro elemento predecible de la ideología de la violación es que todo aquel que se queja de los rituales de los violadores de élite es acusado de sembrar miedo, incertidumbre y duda. Pero en realidad son los ideólogos los que buscan publicidad. El objetivo de hacer públicas hazañas como el ataque de los marcapasos es la gloria. Si esa notoriedad no está basada en la siembra de miedo, incertidumbre y duda, ¿qué lo está?

Recapacitando, Jaron Lanier presenta un bestiario de problemas y amenazas en torno a internet que tal vez nosotros, usuarios medios de la red de redes, apenas nos habíamos planteado. Pero Lanier se mueve entre bambalinas, en las candilejas del escenario-interfaz, y cabe presumir su mayor conocimiento de los riesgos y las oportunidades de la nube digital. En su particular muestrario de malas hierbas hemos mencionado cosas como el anclaje informático, la fantasía de la Singularidad o la inteligencia colectiva, la fragmentación de las relaciones humanas a través de los rígidos protocolos establecidos en las redes sociales, la propia deconstrucción de la noción de "amistad", la hipóstasis de la información como una entidad real independiente de los individuos que la gestionan, los abusos del llamado anonimato superficial o el alarmante peligro de la ideología de la violación. Son sin duda peligros reales sobre cuya existencia deberíamos estar advertidos, pese a que internet, es, después de todo, una realidad que afortunadamente ha venido para quedarse entre nosotros. Y las advertencias de Jaron Lanier deben servir como contrapunto a los propósitos bienintencionados de los cibertotalitarios de Silicon Valley y a su excesiva autoconfianza en su poder de predicción sobre el futuro de la sociedad digital. El riesgo de las profecías autocumplidas es, en este caso, muy verosímil.

Pues ya se sabe que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Manuel Corroza.

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